Cuando era niño había una pregunta que frecuentemente me atacaba como un calambre en el seso: “¿quién inventó tal o cual palabra?” Como si la respuesta fuera tan fácil —y tan documentada— como para escupir un nombre y una fecha saciando mi sed de curiosidad: Obviamente “salpullido” lo inventó Juan Salpullido en 1615.
Eventualmente alguien me contó que la palabra en turno no sólo había aparecido de la nada, sino que tenía una historia detrás que se podía trazar al latín fácilmente. Conseguí un diccionario de etimologías grecolatinas y mi viaje había empezado: ¡¿Cómo que “humildad” proviene de “tierra”?!
Esa respuesta me sirvió por un tiempo, hasta que la pregunta regresó dándome el retortijón conocido: “¿y entonces cómo llegamos al latín?” La gente de mi alrededor no sabía qué responderme. Ojalá hubiéramos tenido internet en ese tiempo para de una vez entrar en el agujero de conejo.
No entendí la magnitud de mi pregunta hasta que mi interés por los idiomas me llevó por la historia de mi lengua materna: esta variante del centro de México del español que tanto amo fue importado por el azar y revuelto con las lenguas originarias extendiendo sus dos largas ramas al pasado, como dos fuertes pilares anclados a sus respectivos continentes; retrocediendo en la historia y contando anécdotas de migraciones, conquistas y coqueteos; reluciendo sus plumajes yutonahuas junto a ornamentos moriscos y legados grecolatinos, que se proyectan desde la lengua proto-indo-europea, y salpicado de pronto por anglicismos traviesos:
¡Ok, pero me importa un sorbete, chamaco cagón!
- Ok, de un tipo de slang de 1839 de la costa este de Estados Unidos oll korrect, del inglés all correct —todo correcto—.
- importar, del latín in —hacia adentro—, y portare —llevar—.
- sorbete, del italiano sorbetto, del turco şerbet, del árabe šarbah —trago—.
- chamaco, del nahuatl chamahua —crecer—.
- cagón, del latín cacare —defecar—, que viene del proto-itálico *kak(k); que viene del proto-indo-europeo *kak(k)eh; que al final probablemente viene de unos niños de entre el 4500 al 2500 antes de nuestra era hablando de cochinadas.
Y así nos damos cuenta de que cada palabra tiene una historia en sí misma. Palabras mutando y resignificándose poco a poco. Sonidos que se deslavan como piedras de río, fonemas que crecen a los lados como arbustos bien nutridos. Palabras que se enamoran y se fusionan. Palabras que pierden dientes de viejas. Palabras que nacen en salas de juntas entre ejecutivos y palabras que nacen entre enamorados para empalagarse los oídos.
Las palabras las hacemos tú y yo cuando conectamos.
Namagh —lo que quieras que eso signifique—.